Pocas obras tienen la capacidad de trascender al arte y convertirse en iconos, imágenes fácilmente reconocibles que se han colado en el ideario colectivo, que todo el mundo es capaz de reconocer con solo echarle un vistazo. La gran ola de Kanagawa es una de ellas, un icono que muestra el poder de la naturaleza y una de las ilustraciones más representativas del arte oriental.

Este grabado, de apenas 25 x 37 centímetros ha trascendido el arte oriental, impactando con fuerza en occidente, pero también en modernas disciplinas artísticas como el diseño gráfico, el cómic o el tatuaje.

¿Qué es La gran ola de Kanagawa?

Se trata de una de las ilustraciones que forman parte de las 36 vistas del Monte Fuji, un libro que contiene algunos de los grabados más representativos de este arte japonés, creados por Utagawa Hiroshige y Katsushika Hokusai, los grabadores más reputados del estilo ukiyo-e.

En el caso de la ilustración que nos ocupa, La gran ola de Kanagawa, el Monte Fuji cede el protagonismo a este brutal fenómeno de la naturaleza, una ola gigantesca trazada con unas líneas dinámicas e hipnóticas, que nos obliga a mirar una escena que muestra el poder desatado de la naturaleza, con el monstruo tragándose los barcos y a los insignificantes humanos que se resignan a su destino.

La ola está trazada formando una espiral perfecta, algo que llegó a obsesionar a grandes artistas como Vincent Van Gogh, quien la incluye a su manera en la obra Noche estrellada, y a muchos impresionistas, que descubrieron el arte ukiyo-e y quisieron incorporar sus colores y formas a sus pinturas. Para occidente, La gran ola de Kanagawa representa mucho más que la visión del artista de un fenómeno natural, es el concepto de lo sublime.

El nacimiento de La gran ola de Kanagawa

Cuando 36 vistas del Monte Fuji se publicó en el Japón del siglo XIX, el grabado de la ola no fue el más popular. Ese puesto quedó reservado a Fuji Rojo, una ilustración que mostrar la gran montaña sagrada japonesa en todo su esplendor, con su cima rematada en la nieve. El monte era adorado como un dios y aquel grabado causó furor.

Sin embargo, La gran ola de Kanagawa no pasó desapercibida y la gente supo captar de inmediato el poder que se escondía tras ese mar embravecido que trata de engullir los esquifes de los pescadores japoneses. 

Hokusai dibujó la ola con más de 70 años y, en sus memorias, nos traslada con total naturalidad que el camino desde sus primeros trazos hasta las 36 vistas del Monte Fuji, fueron pasos de un largo aprendizaje, de tal forma que, como él mismo señala: «…a los 110 años, cada trazo y cada punto será como si estuviera vivo».

La gran ola de Kanagawa es también un claro ejemplo de cómo era el Japón de la época. Un país que se había cerrado herméticamente al resto del mundo, pero al que, sin duda, llegaban productos y bienes de todo el mundo. Así queda reflejado en los colores que utilizó Hokusai para pintar la ola, pues el azul profundo que luce el agua era un tinte que solo se fabricaba fuera de Japón, el azul de Prusia, que se creó por primera vez en Alemania.

Aunque parezca mentira, ese tono azul fue tan importante, que acabó siendo la base de la promoción de aquellos grabados, un azul exótico que venía de fuera de la isla. Pero el tinte no fue lo único que Hokusai tomó prestado de Europa, pues la perspectiva matemática que había aprendido de los grabados europeos, le sirvieron para colocar al fondo del grabado al omnipresente monte Fuji, que se camufla entre los vaivenes del agua.Por lo que podemos decir que, a pesar de ser una de las máximas representaciones del arte japonés, La gran ola de Kanagawa es, en realidad, una obra híbrida, representa la fusión del mundo y una muestra de que, incluso en la antigüedad, el mundo estaba globalizado.

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